1985: Cuando Frankfurt era «La gran aldea»

Trinidad Vergara (*)

| Mi primer viaje a Frankfurt, en octubre de 1985, fue una locura. Yo tenía 25 años. Es la edad decisiva de la vida: todo sucede antes y después de los 25. Ese año mi vida como editora se decidió subiendo y bajando por las escaleras mecánicas del Halle 4, en aquel momento, el pabellón que concentraba a toda la edición internacional en la Feria de Frankfurt.

Entonces, en la planta baja estaban todos los editores de habla inglesa, y de ahí hacia arriba, el resto del mundo. En el primer piso estaban Argentina, España, Italia, Francia, Brasil, Portugal. A los europeos no les gustaba nada estar en el mismo piso que los latinoamericanos. En esas escaleras mecánicas me dije: “Con o sin la familia, a este mundo quiero pertenecer”.

Mi fascinación era saber que todos los que subían y bajaban eran editores, esos miles y miles que circulaban hablando todos los idiomas del planeta. No todos los idiomas, pero en ese momento para mí eran todos. En realidad, los derechos de traducción se trafican el 80% entre 9 idiomas solamente. ¿Por qué fue una locura? Porque yo tenía que hacer buena letra, estaba con mis padres – Javier y Gabriela Vergara – pero realmente me costaba.

Alojábamos en un hotelito, el Westfälingerhof, barato, frente a la estación, a la vuelta de la zona roja, y que en un momento dado incorporó en su planta baja un restaurante chino más barato aún. Allí alojaban también Gloria y Jaime Rodrigué, que viajaban por Sudamericana, y Nicolás e Ivna Costa, fundadores de la agencia International Editors en Buenos Aires, todos ahorrando. Mi madre, aunque amenazada siempre por el exceso de gastos –era culposa y mi padre no le daba gran tranquilidad financiera—fue feliz el año en que finalmente lograron tener una habitación en el Frankfurterhof (a mí me siguieron mandando al hotelito de estación, donde era muy feliz, en cama de monje y con baño afuera). Se la consiguió Alfredo Machado, el fundador de Editora Record de Brasil, padre de Sergio, y de Sonia, quien hoy conduce esa gran casa editorial. Eran vitalicias esas habitaciones, y los editores hacían cualquier cosa por conservarlas. De hecho, cuando años después mi padre vendió Javier Vergara Editor a Ediciones B, la habitación del Frankfurterhof no era parte del inventario, pero suscitó un entredicho, del que yo misma fui parte: “Papá, ¡guárdeme la habitación en el Frankfurterhof para mí por favor!” Con una grave carta mediante, me la consiguió. Yo sabía que no era ninguna frivolidad. Era un tema de estricta estrategia de negocios.

Esa primera Frankfurt fue un aprendizaje duro, de ensayo y error. Dejé plantada a la agente literaria británica Ann Warnford Davies, quien luego me daría alojamiento en Londres (en un sótano helado, pero barato, en fin, probablemente fue su venganza); no iba a las citas pre-pactadas porque me iba a conocer los alrededores de la ciudad, salía de noche con mis nuevos amigos y de alguna forma lograba volver a mi humilde hotelito de la estación. Pero decidí mi vida en la edición, con una seguridad que jamás me abandonó.

Eran épocas de un gran protagonismo de nuestro continente, en especial de los editores argentinos: peleábamos derechos mundiales del español con muy pocos editores españoles, al menos para los grandes best-sellers, por los que se arriesgaban cifras “de cinco ceros” como hablan muchos agentes que viven de alimentar leyendas. Con Jorge Naveiro, factótum del catálogo de “Grandes novelistas” de Emecé, mi padre había llegado a un acuerdo “de caballeros” por el cual no se robarían autores mutuamente. Acuerdo que traicionó Naveiro cuando nos sacó a Oriana Fallaci (cuyo viaje invitada por nosotros a presentar “Un hombre” a Buenos Aires en 1983, en los estertores de la dictadura, es otra historia) con el mamotreto de “Inshallah”.

Hoy Frankfurt sobrevive en una pantalla de zoom. Pero resiste y fascina.

*Editora y consultora editorial argentina en portugués y español. https://www.facebook.com/entre.editores.net/

Deja un comentario

Crea una web o blog en WordPress.com

Subir ↑